Son casi las doce y el doctor Méndez y cuñado, o Pepe y Ricardín, como prefiráis, llegan a la Sede Central con el buen humor del primero y la incomodidad del segundo. Uno ha conseguido lo que quería, al otro le han chantajeado y aun así, ninguno desea que se le aprecien esos sentimientos cuando entren al edificio. Salen del coche a velocidades muy distintas, marcando así sus estados de ánimo y en la entrada se reúnen con los otros dos psicólogos que conforman junto con Pepe y Ricardo, el grupo que supervisará el experimento y mantendrá el seguimiento de los candidatos.
El doctor Garriga, el doctor Lorenzo, el doctor Méndez y su cuñado entran al edificio como si fuesen actores principales del atraco perfecto, pero la realidad se hace presente cuando llegan hasta recepción donde les indican que mejor, vayan a tomar un refrigerio (¿estamos en el siglo XX?) a la cafetería, pues todavía no estaba preparada la sala de reuniones. Comentan la situación los psicólogos, mostrando ansiedad e inapetencia, o lo contrario.
¿Qué va a ser?
¿Hemos llegado a tiempo para los desayunos continentales?
Sí.
Pues pónganos cuatro.
¿Cafés?
Dobles para todos y negros como el carbón.
Muchas veces el tiempo pasa despacio en el presente, pero os puedo asegurar por experiencia que cuando lo rebobinamos y retorcemos al contar una historia, es tan rápido como escribir un punto.

Son las ocho de la mañana y el doctor Mancebo ya va por su tercer café, está excitado, tras la reunión de hoy comenzará lo bueno y tiene que estar preparado. Lee los informes de los candidatos en su despacho, parece estar solo en el edificio aunque esto es debido a un extraño sentimiento de clase que le incapacita para apreciar a los de seguridad, a los de limpieza, a los de cafetería e incluso, a los de secretaría como compañeros trabajadores; al ver ahora la realidad desde su perspectiva no podemos negar su percepción, por lo tanto ahora, tanto para nosotros como para él, es cierto, está sólo en el edificio. Los minutos y los informes de candidatos pasan, los cafés acompañan a los elegidos (¡Qué gran idea la máquina de expresos en el despacho!): Yusuf Ndongo, Mariola Piola, Lorena Puerta, YolanDa Miedo, Bernardo Loup y ahora, con John Doe entre manos y dudas sobre su selección en la mente, recibe un aviso de Pedro, el secretario del Director.
Buenos días doctor, el señor Director reclama su presencia inmediata. Es urgente.
Voy.
Recoge los papeles sin orden, se aprecian las esquinas de cada folio aguantado con su axila, el móvil al bolsillo, la taza de café bien agarrada, las gafas de cerca colgando del cuello por el cordón y la chaqueta sostenida de un único brazo. Corre por el pasillo con el traqueteo de los asnos, no ve a Pedro detrás de su ordenador, no le saluda, no suele hacerlo, golpea con el pie, con lo único que puede, las recias puertas del despacho del Director y pide permiso para entrar. Se lo da y con una habilidad inesperada utiliza sus codos y antebrazos para girar el pomo y abrir.
Buenos días doctor Mancebo.
Ni en su figura ni en su gesto se aprecia el cariz de la urgencia del reclamo.
Buenos días señor Director…
Duda en tomar la iniciativa de la conversación, el café decide por él.
… perdone mi ímpetu pero ¿qué ocurre?… me llama con urgencia un cuarto de hora antes de la reunión que dará el pistoletazo de salida al experimento y…
Tranquilo Mancebo, todo continua en los plazos estipulados aunque sí que han cambiado un par de cosas de las que tenemos que hacernos cargo ahora mismo a costa de retrasar la reunión…
Me tranquiliza… perdone mi pesimismo.
No hay problema. A ver, déjame que te ponga en antecedentes. Desde hace unos días han ido apareciendo diversas informaciones sobre nuestro experimento, esporádicas, en medios marginales, pero suficientes para preocupar a nuestros benefactores. Informaciones que el equipo de marketing no había previsto tras la campaña publicitaria… no es nuestro problema, de esto se encargaron nuestros patrocinadores, los inversores principales… aquellos que no pueden ser nombrados, como bromeabas ayer…
El doctor Mancebo sonríe para que su interlocutor avance en su relato.
Pues ellos quieren cambiar la situación administrativa de la fundación creada en primera instancia, demasiada relacionada con sus organizaciones empresariales, por una especie de laboratorio independiente del que comprar las participaciones en una ampliación de capital como inversión de… bueno, ya sabes, papeleo. A nosotros sólo nos afecta de una manera, hemos de firmar un par de nuevos contratos. Yo ya he firmado el mío, aquí tienes el tuyo, léelo y cuando te parezca bien, me lo entregas firmado… disculpa las prisas, es que acaban de mandármelos…
El doctor Mancebo lee las cláusulas y recapacita en silencio unos instantes para romperlo con una reflexión en un tono en su voz más agudo de lo habitual.
Entonces, por lo que acabo de leer y bien resumido, yo pasaría a ser el presidente responsable frente a las autoridades, además de la cara visible del proyecto, y usted el director gerente del laboratorio que, de facto, tomaría las decisiones.
Se queda en silencio con su mirada dirigida al director, aunque él mira más allá, detrás, a la pared.
No creo que ahí ponga eso.
¡No!
Calma.
No, aquí no lo pone así.
Silencio.
Este también era mi sueño, creía en él.
Silencio incómodo.
Pero no voy a ser el chivo expiatorio de ninguna corporación, ni voy a tomar tantos riesgos por vosotros… no por ellos… por vosotros…
Silencio todavía más incómodo.
Así que puede devolverles su contrato así como se lo doy, en cachitos.
Rasga los folios varias veces, los tira a la cara del Director, se quedan a medio camino cayendo en un leve balanceo sobre la mesa; se gira tal como vino y se va tras un intento fallido de dar un portazo con el pie, agarrando la puerta con el empeine. El propio silencio está incómodo.
El aún Director suspira y piensa.
Primera opción fallida, vamos a por la segunda.
Del cajón de su izquierda coge otro contrato.

Los cuatro doctores están satisfechos con el desayuno continental, alguno se ha puesto el cinturón más holgado, recostados en sus respectivos respaldos reciben la visita inesperada de Pedro, quien se acerca a Ricardo, el cuñado del doctor Méndez, y le pide que le acompañe. Diez minutos más tarde regresa sonriente con sus compañeros.
Venid conmigo, os llevo a la sala de reuniones…
Quiere añadir algo más, está cohibido, debería esperar tan sólo cinco minutos pero su felicidad le excede. A la espera del ascensor se pone al lado de Pepe y con la alegría haciendo de su voz un susurro cantarín, le confiesa al oído.
¡Cuñadín! ¡Qué me han ascendido! Ahora soy presidente…