Aquel pasillo era largo como un día sin pan, cubría por completo la inconmensurable anchura de toda la edificación. Tanto era así que recorrerlo en menos de cinco minutos sólo era posible si en vez de andarlo, lo recorrías corriendo. Era oscuro cual cueva de los Pirineos pues estaba ubicado en el punto más profundo y recóndito del edificio, pero por fortuna para los trabajadores, en la última remodelación se instalaron luces artificiales a pesar de que habían reclamado natural a través de un par de nuevas ventanas que nunca llegaron a realizarse. Eso sí, ahora ya podían ver lo que les rodeaba al abrir cualquiera de las dos puertas que coronaban el pasillo, aunque debían correr si no querían quedarse en la más absoluta oscuridad a mitad de camino. Esto es lo que pasa cuando el director de la institución tiene un cuñado electricista y no con una empresa de instalación de ventanas.
La jornada de nuestro protagonista nunca era de cierre, siempre había alguna compañera responsable de esa última hora pero hoy no, hoy tenía que compensar unas horas que por obligaciones extra laborales debía a la empresa y que por casualidades del destino no compartiría con nadie, pues las dos colegas que tendrían que cubrir ese horario con él habían enfermado a la vez (aquí no hay suplencias, no tiene la suerte de estar en lo público). Y no es que fuese muy tarde pero todos sabemos lo rápido que anochece en invierno y hoy no iba a ser diferente. Le queda media hora para terminar, la necesidad fisiológica más común, acuciante y satisfactoria se hace presente obligándole a marchar hacia el baño, ubicado en mitad del pasillo ya descrito. Con unos pasos cortos y rápidos deja atrás su zona de trabajo, los pequeños saltos nerviosos denotan su necesidad, que parece traspasarse a las luces que se van encendiendo a su paso y que tiemblan como avisando de una tensión que aún está por llegar. Abre la puerta que conecta el pasillo con la sala principal y manteniendo el amor propio llega hasta el aseo con la dignidad segura del que sabe que no le está viendo nadie, ya que sus ridículos andares unidos a la archiconocida ley de Murphy, hubiese transformado su paseo en el desfile de la vergüenza.
La cremallera bajando retumba en el vacío del lugar, el torrente amarillo choca contra el lago azul de antiséptico del retrete durante más tiempo del que está dispuesto a reconocer, vuelve a crujir la cremallera, un par de toses para limpiar la garganta y el sonarse la nariz cual disparo de escopeta son los últimos sonidos que surgen del baño, bueno, un pedo risible se le escapa al abrir la puerta y es que la comodidad que provoca la soledad es esto, el hacer las cosas que por educación o vergüenza nunca harías frente a otros.
Vuelve al pasillo y cuando dirige sus pasos hacia el ordenador, la antes trémula luz, se mantiene firme y brillante y se apaga como un reloj cuando el trabajador se sienta a laburar. Pasan los últimos minutos de jornada que le restaban, apaga la computadora, escribe el parte diario de tareas realizadas y después de estirar más partes de su cuerpo de las que creía conocer, da comienzo su fin de semana o al menos eso creía.
Los pantalones y las zapatillas atadas, la chaqueta cerrada y cada uno de los botones del abrigo en su ranura; el ordenador y la pantalla apagadas y dos minutos después de su hora de salida, quita las luces, entra al pasillo eterno y cierra el área de trabajo tras de sí. Su primer paso va acompañado de la sonrisa del que tiene por delante una ingente cantidad de tiempo libre, porque a nuestro protagonista no le espera nadie en casa ni fuera de ella, el resto de su círculo, con el que tanto compartía antaño, sí que tiene que atender muchas más necesidades aparte de las suyas. Pero eso no importa cuando tu sueño es ese, el gastar tu tiempo sólo en ti. Comienza el recorrido del pasillo gobernado por la oscuridad, paso a paso se va perdiendo en la espesa negrura, algo que ya es costumbre para todos los asalariados por el nefasto trabajo del cuñado de quien toma las decisiones. Al pasar un tercio del camino la luz surge de todos los focos instalados en su día, incluso de aquellos sobre la salida que desde el primer día de la reforma habían estado rotos. Esto anima al protagonista y acelera, la total libertad está tan cerca, por una vez el pasillo parece corto, como si la distancia se redujese ante el deseo de la escapada. Sus pies se mueven a toda velocidad pero con una zancada corta, como trotecillo de animal de carga, el peso a su espalda que le impide ir más rápido no es físico, son malas decisiones, equivocaciones vitales y la aceptación de ideales que antes repudiaba como representativos de la realidad. La mochila metafórica que le acompaña no termina frenando su huida, aunque sí su velocidad. Aun no siendo una realidad tangible, física, los efectos son cuantificables porque una buena parte de nuestra capacidad física depende de nuestro estado mental. Pero también es una estupidez la idea contraria, pues a pesar de ser imprescindible el optimismo para superar la quimioterapia (por ejemplo), decir que la cura de un cáncer depende sólo de ti y de lo mucho que sonrías, como he leído y escuchado de algunos gurús, es además muy peligroso.
Lo que es peligroso al escribir es ser un ser humano, porque uno se pierde en cuestiones que no vienen con la historia, cosa muy válida en la novela pero que aquí sobra, pues este iba a ser un ejercicio conciso de escritura, una pequeña vuelta a la escritura después de un par de meses, aunque claro, tanto tiempo sin mover el bolígrafo hace que al ponerlo en marcha, no quiera parar, demasiado tiempo sin poder liberar a las palabras escondidas en su sangre azul. Porque la tinta se seca como el cerebro ante la falta de uso y aunque es más fácil dejarse llevar y permitir que los mensajes simplistas del sistema adormezcan tu pensamiento, es más gratificante dudar, investigar y aprender. Ahora es mucho más difícil tener principios y mantenerlos y aún más no dejarse engañar con falsa información, noticias o reinterpretaciones de la Historia, es decir, ahora la Mentira nos rodea sin dejar espacio a la Verdad sin fisuras. Aunque no puedo obviar lo bueno de la escritura y al igual que es muy fácil perderse en la narración, es casi igual de sencillo volver a ella, punto y aparte y aquí no ha pasado nada ajeno a la historia narrada.
Nuestro protagonista está recorriendo el pasillo hacía el descanso semanal, la libertad, con paso corto y rápido que aun así da la impresión de no avanzar un ápice. En poco tiempo esa impresión se convierte en un hecho fehaciente ante la constatación empírica del trabajador cuya historia nos ocupa. Él anda que te anda por el maldito pasillo para que la puerta parezca mantenerse siempre a la misma distancia, de hecho, en los extraordinarios momentos donde aprecia con claridad que ha recortado la distancia, el extravagante funcionamiento de la iluminación automática hace acto de presencia y le juega otra mala pasada, las luces se apagan como si no hubiese persona alguna en el lugar o como si quien ahí está no tuviese alma, al reiniciarse, con la vuelta de la luz comprueba que la puerta también ha vuelto a su posición inicial y él al comienzo del pasillo, sin conciencia alguna de haber retrocedido por voluntad propia. La primera vez que ocurre se queda desubicado y desconcertado, en la segunda empieza a preocuparse, la tercera trae consigo el miedo a pesar de lo divertida o poética que pueda ser la repetición; la cuarta, la quinta, la sexta… el trabajador acumula tentativas sin mejorar los resultados como si de la lucha obrera en el siglo XXI se tratase, pero él sigue intentándolo.
Las innumerables pruebas fallidas de nuestro protagonista dan a entender que la pesadilla ha comenzado a pesar de que él aún no se ha dado cuenta, él sigue empecinado en lograr disfrutar de sus merecidos días de descanso, es decir, sigue teniendo la esperanza de salir de ahí y si la experiencia le está dejando algo claro, es que no podrá hacerlo. ¿Por qué no se da cuenta? ¿Por qué sigue repitiendo su intento de huida sin cambiar nada como los locos? Porque aceptar que sea cierto sí que implicaría aceptar una locura, aceptar que un ente inanimado tiene la capacidad para decidir sobre su destino y no uno aparente como en las buenas películas de terror (una tele, un vídeo o un muñeco) o tan realista como un algoritmo, si no uno tan anodino como lo pueda ser un pasillo. Por ello no quiere creer que este hecho surrealista sea cierto, él sólo quiere irse a casa a hincharse a ver series, su última droga, pues aunque no sean consideradas como tal, mantienen las características que hacen de un producto algo que enganche. Al menos en este punto decide cambiar de táctica ya que la de aceptar la realidad como era antes de esta tarde y recorrer el pasillo andando con tranquilidad como siempre, como había hecho cientos de veces antes, es insuficiente.
Su primer intento heterogéneo es tan simple que pareciera una genialidad, pero que al igual que otras grandes ocurrencias como los NFT’s, muere rápidamente. El trabajador decide correr todo el pasillo, con o sin luz, y no parar hasta dar con la salida. Lleva a cabo el plan cual kamikaze y sí, lo que pensabais ocurre; corre, la luz se enciende y se apaga con los tempos anteriores y él continúa corriendo con preocupación va con las manos por delante para protegerse, tras varios minutos, demasiados, termina por chocar con una puerta, cree haberlo conseguido y sin fijarse, la abre para que la decepción se le apodere, ha vuelto a la oficina. Un grito de desesperación, una nueva idea.
Mejor dicho, tras varios gritos de frustración y rabia, la nueva opción surge de su mente. Esta vez se trata de algo más original, más elaborado que tirarse en tromba por el pasillo. Comienza su andadura normal pero después de que se encienda la luz y antes de su desaparición se gira sobre sí mismo 180 grados y comienza a andar de espaldas a la salida. Lo primero que ocurre es que manejarse en esa posición es más complicado de lo que creía, a pesar de esforzarse en mantener un recorrido en línea recta, no lo consigue y durante unos instantes avanza golpeándose de pared en pared, al rato consigue controlar sus movimientos y aunque tardando más que en sus anteriores intentos, al final choca contra la que se supone puerta de escape de la oficina para que de nuevo sus expectativas sean defraudadas al empujar la hoja. Tras ella vuelve a aparecer la oficina con todos sus puestos de trabajo y el suyo en especial, al contrario del resto, tiene la luz y el ordenador encendidos como si de un mensaje indirecto del jefe se tratase. Es en ese momento cuando decide parar un segundo y trata de idear una solución menos simplista que las anteriores y tras el éxito intelectual, se dispone a ponerla en marcha.
Entra al pasillo con una silla en la mano y se para en el lugar exacto donde la luz se activa, lo que hace renqueante ante su figura, pero al dejar la silla para que realice esa labor, se da cuenta de que es demasiado baja. Hace varios intentos que fracasan por diversos motivos que se pueden resumir en dos: no tengo fuerza para mover ese armario y este mueble no es lo suficiente alto. Algo que solventa raudo al decimotercer intento con la mezcla de ingenio humano y apoyo divino. Con una silla para el ordenador con asiento elevable y ruedines, un tope de puerta para inmovilizarla y la talla de una virgen, con un tamaño tal como, para puesta en el lugar adecuado sobre la silla, dejar activado el sensor de movimiento de la luz todo el rato. Tras la experiencia, el trabajador considera que es la oscuridad la responsable de dejar a su realidad atascada en este pasillo. Ahora veremos si su teoría es refutado o no. Prepara su artilugio colocándolo en el sitio perfecto y comienza su andadura, las led riegan su camino a cada paso que da, que son calmados y tranquilos pues en este puto cree haber solventado el problema. No hay trabas en la realidad, no hay piedras en el camino, no hay distracciones a su alrededor, avanza hasta la puerta de salida, nada puede pararle. Y así es, nada le detiene y sin dificultad alguna se presenta frente a la ansiada escapada, el pomo ya está en su mano, sólo queda girar y empujar, lo hace y la hoja no se mueve, se asusta de nuevo hasta que se percata de su error, no es girar y empujar, es girar y tirar, lo hace y la realidad se hace presente con toda su crudeza.
Al otro lado las luces están puestas, las sillas y mesas dispuestas para su uso y por supuesto, el ordenador, que al instante reconoce como suyo, encendido y con el programa que utiliza para sus labores, preparado y en el mismo punto donde lo dejó al terminar su jornada, hace ya… no sabe ni cuánto. Ha vuelto al comienzo de nuevo y la frustración se vuelve sonido en su grito de desesperación absoluta, al que acompaña con un portazo que aunque debiera retumbar por todo el edificio, queda ahogado en el pasillo. Vuelve a abrir la puerta con la esperanza, pequeña eso sí, de que todo haya sido una ilusión, pero no. La verdad le golpea en la cara con material de oficina, pantallas, teléfonos fijos con extensiones y un termostato por cuyo control han luchado y lucharán cientos. Mientras tanto nuestro protagonista no para de decir, no, un no tras otro, vuelve a cerrar la puerta y vuelve al maldito pasillo, no se fija en los posibles cambios de lo que le rodea, tan sólo corre, corre a la puerta que se suponía de entrada al trabajo y que ahora, ante los últimos hechos, supone de salida. En su carrera golpea el artilugio montado para mantener viva la luz, de tal manera que, a pesar de conocer los tempos y distancias del pasillo, no puede evitar desubicarse y chocar con fuerza contra la puerta.

Fundido a negro.
El trabajador se levanta de su silla, aún no es la hora exacta, pero bueno, es el único que queda en la oficina y a nadie le va a importar. Se estira y bosteza tranquilo, no tiene prisa por llegar a ningún sitio ni por estar con nadie, él eligió su soledad y ahora quiere conseguir lo antes posible su libertad. Para ello apaga todos los aparatos laborales, cierra las ventanas y pone la alarma del depósito. Abre la puerta que da al pasillo, este maldito pasillo piensa mientras anhela que de una vez arreglen esa luz que funciona cuándo y cómo quiere. Avanza raudo con la prisa en su paso, cuanto menos camino queda para escapar más rápido anda nuestro protagonista, tanto es así que en los metros finales casi podríamos decir que el trabajador está corriendo, pero como decía Carl Lewis en un anuncio muy antiguo y muy acertado, la potencia sin control no sirve de nada. Y por ello la desgracia se hace presente al agarrar el pomo de la salida a tanta velocidad, al apretar la manija para que se abra esta no le hace caso, lo que se traduce en una hostia tan potente que le tira al suelo y le deja inconsciente.

Fundido a negro.
El trabajador abre los ojos, la boca reseca y un hilillo de baba adherida a la comisura. Por las ventanas entra la brillante luz de la luna llena, lo que indica a nuestro protagonista que a última hora de su jornada se ha quedado dormido y ahora a saber qué hora de la noche es, le da pereza levantarse y largarse, así que con la falsa seguridad de tener las llaves del edificio y el coche esperándole fuera, cierra de nuevo los ojos y retoma sus sueños… oh… un unicornio.

Fundido a negro.
Nuestro protagonista despierta en los baños de la oficina, no sabe lo que hace allí, ni cuál es la verdad de lo que acaba de suceder, ¿pero saben qué?, que no le importa. Él se ha despertado con una intención muy clara, terminar esos tres proyectos complementarios con los que tanto le insistía el jefe, su resolución es imparable y sin dudarlo se levanta y va a la oficina, se sienta en su silla, enciende el ordenador y comienza a trabajar como si de un neoliberal pobre echando pestes sobre los derechos laborales (meritocracia, pérdida de competitividad, bla, bla, bla), se tratase. Las ventanas se ofrecen como testigos de la victoria de la luz artificial sobre la hechicería de los haces de luna, pero eso al trabajador le resbala, eso no influye en su rendimiento; lo único que tiene valor es el trabajo y eso es lo que hace sin descanso, que por tempo, es de lo que tendría que disfrutar el fin de semana, ese momento en el que el asalariado por fin se hace con las riendas de su tiempo. El mismo tiempo que empieza a pasar a pasos agigantados por su espalda entre proyecto y proyecto, un nuevo día llega, una nueva noche… no se entera de los ciclos de libertad que desperdicia en este arranque de responsabilidad laboral mal entendida. Tras no sabe cuántas horas rellenando informes sin parar y sin comer ni ir al baño, finiquita todo este trabajo que ha considerado obligatorio aun siendo complementario y su cuerpo, extenuado, pierde las fuerzas por completo haciendo que sus párpados caigan cual vigas de hormigón armado y de nuevo, queda inconsciente.

Fundido a negro.
Lunes, 8:30 de la mañana, el jefe y el segundo de abordo, no en el organigrama pero sí por pelota, llegan juntos a la oficina e intentan abrir la puerta del pasillo, aquella en la que pone entrada/salida, pero un peso muerto se hace latente al otro lado, un algo que les impide mover la hoja. La golpean y por ende golpean a ese algo que hay al otro lado pero como no pueden entrar a la fuerza y con miedo ante lo que haya más allá, deciden refugiarse en la figura del conserje al que llaman para que se haga cargo de lo que, no es clasismo si no realidad, es su responsabilidad. Paco el conserje llega con olor a café en su aliento y con alguna que otra legaña en la cara, no olvidemos que tiene su residencia en el mismo edificio para este tipo de casos. Actúa de forma metódica y contraria a como el jefe y su perrito faldero, hicieron antes. Abre la hoja hasta su actual punto máximo y con cuidado toca eso que hay al otro lado. Pasa por diferentes estados, desde el asco a la preocupación, mientras trata de distinguir a que se enfrentan y cuando resuelve que se trata de un cuerpo tendido, les pide a los otros dos que le traigan algo de agua. Escuché una vez que es muy conocida la afición alcohólica de los archiveros y bibliotecarios… Piensa Paco ya con una botella metálica en sus manos, a todas luces grande en exceso, repleta de agua fresca. La agita en un gesto tan natural como innecesario, quita el tapón y sin remordimiento alguno, la vacía sobre la cabeza que ha palpado con anterioridad.
Nuestro protagonista comienza a soñar durante un instante mínimo, parecen horas, con el agua de una cascada cayendo sobre su cabeza y su cuerpo desnudo, le entrecorta la respiración con su frialdad y de repente escucha un grito llamándole por su nombre mientras se esculpe, en el traslucido líquido, una cara.
Nuestro protagonista pregunta.
¿Paco?
A la par que abre los ojos y el conserje responde con más ansiedad que la cascada de sus sueños.
Sí soy yo… pero… ¿qué cojones te ha pasado?
El trabajador ya despierto, se aparta de la puerta y comienza a levantarse con la ayuda de la pared, está desfallecido y desubicado, lo que le hace preguntar desesperado.
¿Qué día es?
A lo que Paco y su jefe le responden con incluso más desesperación y al unísono.
Lunes… pero lo importante es saber ¿qué hacías aquí tirado?
¿¿¡¡Lunes!!??
El miedo y el hambre se hacen presentes y llorando responde
¡No lo sé!
Fundido a negro.
Fin.
A la inquietud y preocupación cargada de ansiedad por la situación claustrofóbica y recurrente que no parece tener solución del protagonista se une la reflexión sobre el trabajo, las relaciones laborales, el funcionamiento de la mente, los prejuicios….y todo ello con un toque de ironía y humor que me ha hecho mantener la sonrisa a lo largo del relato.
Muy bien escrito!!!!!