Manfred observa sorprendido el centro urbano al que le han traído Rasca, Pica y Javier, y que el primero de estos tres últimos ha presentado como Silicon Abbey, a lo que el segundo ha respondido con sarcasmo indisimulado, esto no es más que tecnología del ayer. Aunque las afueras están por completo abandonadas, sus entrañas, lo que antes se conocía como lo Viejo, es ahora un hervidero de personas trotando de un lado para otro. Vamos, lo que también era antaño. A pesar de no conocer si en otra época fue considerado pueblo o ciudad, el antiguo conductor sabe que en su Alemania natal, sería un pueblo sin duda y aunque las aberraciones se hayan apoderado del mundo, no se aprecian cambios en su modo de vida. Pareciera que la desgracia química nunca hubiera sucedido.
Javier saluda a todos los guardianes que les abren las distintas defensas protectoras, desde vallas electrificadas hasta gruesas puertas de madera, pasando por las típicas barreras de los garajes de años más tranquilos. Las que en su origen se abrían de manera automática, siguen haciéndolo y cuanto más se introducen en el asentamiento, más aparatos y máquinas funcionan con normalidad. Algo que por supuesto resulta extraño en estos días, ya que si alguna tecnología había quedado obsoleta tras el minuto uno después de la caída del mundo occidental, era cualquiera eléctrica. Pero aquí no, aquí se escuchan generadores por todos los lados y el ambiente está viciado y oscurecido por el humo de la gasolina quemada. Aun así todos los presentes lo aceptan como lo más normal, qué derroche, llega a pensar por su parte Manfred antes de que Javier le introduzca en una sala con ordenadores, tres ni más ni menos, todos funcionales y funcionando bajo el baile de lo que parecen dedos expertos. Javier se gira para ofrecer una explicación aunque parece contrariado por la intensa actividad de la sala.
Esta es la sala de ordenadores, como puedes observar. Desde aquí nos mantenemos informados y sobre todo, continuamos con la búsqueda de una cura para los químicos…
La cara de asombro y duda de Manfred, fuerza a Javier a explayarse, por mera educación.
Todo esto es idea de Atenea, en su grupo hay tres informáticos expertos y cuando en nuestra huida encontramos este extraño lugar, en apariencia una pequeña ciudad turolense, pero que ocultaba potentes servidores conectados a una red de seguridad que aún está activa y en donde esperan, y yo sueño con que lo consiguen, hallar la fórmula que utiliza esa monja loca para controlar a su ejército de monstruos…
Entonces Javier vuelve a percatarse de que de nuevo está liando al alemán, que se mantiene estupefacto a su lado ante tanta tecnología.
Ven conmigo, será mejor que hablemos con Atenea, más sencillo… yo es que soy un hombre de acción y esto de hablar y estar parados se me hace cuesta arriba… ¿Me entiendes?… Manfred, sígueme.
La pareja avanza hacia una puerta lateral, mientras los tres informáticos, sin girarse siquiera y en ningún momento ante su presencia, continúan absortos en sus ordenadores. De nuevo Manfred tiene esa sensación, pareciese que nunca hubiera sucedido el apocalipsis de aquella sociedad, de pantallas brillantes, millenials y redes sociales, en la que seguro supieron asentarse bien. El traqueteo del teclado queda atrás cuando Manfred y Javier cierran la puerta. Sus pasos retumban en el vacío del pasillo por el que avanzan, dejan en esa habitación un ambiente lleno de un hollín casi inapreciable, debido a los generadores que toda esta informática necesita, y que ha teñido las paredes de sucio gris.
Y arriban a otra puerta y Javier la golpea con sus nudillos y dice.
Atenea, te quiero presentar a alguien, vamos a entrar.